Otra vez había llegado temprano. Otra vez tendría que esperar un buen rato hasta que aparecieran los primeros espectadores. Quienes no ocultarían su fastidio al encontrárselo ya ubicado, como tantas otras veces, solitario en la línea de largada. Creían que un espectáculo como ése, sin una mínima cuota de suspenso, perdía buena parte de su gracia. Poco a poco se irían poblando los costados de la precaria pista mientras él y su Mancha —la bestia más rápida en varias leguas a la redonda y a la que debía toda su fama— se mantendrían estatuarios en su posición, a la vista de todos e indiferentes a la reprobación general.
Luego, en el momento más apropiado, vería aparecer a la distancia, con un trote elegante, desafiante y hasta heroico, a su circunstancial contrincante. No importaría que éste fuera un extranjero al que nadie conocía o que arrastrara un pasado de derrotas y vergüenza; su considerada puntualidad le haría ganarse inmediatamente el favor de la concurrencia. Todos deseaban que, de una buena vez, algún retador lograra quitarle el invicto al inoportuno campeón tempranero que les había tocado en suerte.
El trámite de la carrera sería, como de costumbre, muy breve. Todavía con la nube de polvo flotando en el aire, otra vez sería él el primero en alejarse de la turba defraudada. Escapando siempre invicto, furtivo y al galope hacia el poniente. A donde llegaría justo para la hora de la siesta.