Se despertaba con el canto del gallo. Juntaba unas ramitas y prendía el fuego. Desperezándose, los perros se arrimaban al fogón. Ponía la pava y se quedaba absorto mirando el chisporroteo de las llamas. Sentado en la sillita de la galería, mateaba y fumaba contemplando cómo lentamente iba clareando la vida en esa llanura que le era tan familiar. Después de alimentar a los animales salía caminando —a veces iba silbando— hacia la hacienda en la que trabajaba desde casi siempre.
Una víspera de navidad, además del pan dulce y la sidra acostumbrados, el patrón le regaló un hermoso reloj traído de la capital especialmente para él. Le dijo que se lo había ganado por su fidelidad, su puntualidad y su apego al trabajo.
Desde ese día ya no tiene tiempo para nada, ya no silba y sabe que llega siempre tarde. A veces, cuando vuelve a su rancho ya bien entrada la noche, hasta los perros lo desconocen.